No era el nombre más apropiado para un perro que no tenía ni una mancha, y mucho menos una mancha negra sobre pelaje blanco, pero era nuestro perro y a fin de cuentas había que ponerle uno. Nadie supo nunca asignarle un pedigrí concreto; no era pastor alemán, no era collie, no era cocker, no era perro pastor, no era mastín, ni dogo, ni doberman, ni bull dog, ni gran danés… Era un perro, que no sabíamos muy bien de donde venía. Jamás supimos de donde lo había sacado mi abuelo, y si en alguna ocasión nos lo dijeron, francamente, lo he olvidado. Se parecía a un pastor alemán, al menos en el color del pelo. Sin embargo no tenía la complexión de esa raza, nos parecía algo escuchimizado, un cruce sanguíneo entre primos segundos pobres. Una vez alguien nos dijo que lo sacaron del monte, y que tenía algo de lobo. Un cruce entre lobo y pastor alemán. Podéis haceros una idea de la impresión que causó semejante afirmación en la mente de unos chavales de 6 ó 7 años. ¡¡Nuestro perro era un perro-lobo!!
Mi primo J. y yo nos llevábamos tan solo 1 mes de diferencia, así que al llegar las vacaciones de verano nuestros padres nos enviaban al pueblo y nos dejaban al cuidado de nuestros abuelos. Aquellos veranos olían diferente a cualquiera de los que vivimos después. Olían a aventura, iniciación, golpes y porrazos, tierra mojada tras la tormenta de verano. Para pasarlo bien no necesitábamos otra cosa que la imaginación y un compañero, o compañeros, de juego. La vida era un misterio y no nos preocupaba nada más allá del momento presente. No conocíamos qué significaba el dinero, ni nos preocupaba salir más allá de las 11 ó las 12 de la noche. Allí todo el mundo conocía a todo el mundo, era un microcosmos diminuto que para nosotros contenía todo lo que conocíamos. Era un universo, el nuestro, con reglas que solo imponía la educación que recibíamos.
La primera vez que lo vimos, echamos a correr después de que Pecas saltara la ventana de la puerta del viejo taller de mi abuelo. El solo nos había dicho que tenía una sorpresa, qué fuesemos a echar un vistazo. Y ahí estaba, sobre dos patas, con las delanteras apoyadas en el ventanuco roto de la puerta que daba a un lugar que por semiprohibido no podía dejar de fascinarnos. Mi abuelo era albañil de profesión y hacetodo por vocación o necesidad, no vivió lo suficiente como para preguntárselo. O yo no crecí lo suficiente aquellos años. La estructura era de adobe, piedras y ladrillo apolillado, con grietas por todas partes por las que se colaba la luz a todas horas, incluida la noche, puesto que las estrellas nunca se esconden en ese cielo, siempre se han mostrado, ufanas y orgullosas, protagonizando sueños de descubrimientos espaciales, viajes imposibles y vocaciones nunca realizadas. Al trasluz, el polvo se convertía en una película que podías tocar con los dedos, que se transformaba ante tus ojos. La mesa de carpintero en la que trabajaba mi abuelo nos parecía el no va más de todo lo que veríamos en nuestra vida. Allí es donde fabricó los dados a los que puso nuestros nombres, y donde mi padre y mi tío lograron sacar del dedo de mi prima una pieza de mecánica que ella se había empeñado en usar como anillo.
Aquel fue su primer hogar, el único que podríamos llamar así. Mi abuelo ya estaba enfermo y nosotros, inconscientes de todo dolor que no proveniese de un rasponazo en el codo o las rodillas, no sabíamos que ya no estaría con nosotros en un verano. Entonces solo pensábamos en disfrutar de cada segundo que pasáramos con el mejor regalo que nos habían hecho en la vida. Lo primero era ponerle un nombre y éste lo sacamos de un libro de lecturas de nuestras clases de 1º de EGB, que protagonizaba una pandilla cuya mascota era un perro blanco de manchas negras llamado Pecas. Años después busqué como un desesperado el libro sin éxito alguno y me entraron unas ganas de llorar inmensas, aunque no lo hice. Fue como si mis ojos se empeñaran en convertirse en la presa de Asuán, conteniendo toda la fuerza de millones y millones de litros de agua. Todo eso se fue acumulando y aún hoy en día salen chorros a presión por las compuertas que por fin abrí.
Las ganas de llorar se acumularon entonces no solo por el recuerdo de mi abuelo fallecido y de Pecas. El libro era un símbolo de una época muy concreta de mi vida de la que ya no podía recuperar más que pruebas físicas, de un año de mi vida en el viví todo y nada, de cuya nostalgia uno no se recupera del todo. El año que viví en Burgos con mis tíos y mi primo debido a problemas de salud. Las alergias no me dejaban en paz así que el médico recomendó un traslado a lugares donde el sirimiri solo fuese una palabra rara. Fue el año en que daban vídeos de Rod Stewart por la tele, en el que conocí lo que era una pandilla en el colegio, en el que se me atravesó una pincha de pescado en el gaznate que solo mi tía se atrevió a sacar. El mismo en el que me meé en los pantalones por miedo a una profesora, en el que mi madre me visitó cada 15 días, haciendo malabarismos y multiplicándose para no desatender a ninguno de sus hijos. El año de Pecas. El año de mi abuelo. Y quería ver, tocar, oler algo que me confirmara que todo aquello existió, que no me había abandonado del todo. Quería dejar de hacer el esfuerzo de tener que recordar, más allá de los sueños en los que mi abuelo me rescataba de hombres malos en una lancha (!!). El año de Pecas.
No teníamos ni idea de cómo educar a un animal, qué se le daba de comer, cómo enseñarle a sentarse, a dar la patita y todas esas chorradas que se veían en la tele. Lo único que queríamos era estar fuera de casa todo el día, en su compañía. Fardábamos un montón entre nuestros amigos, aquel año fue pre-bicicleta así que todavía no nos había alcanzado la fiebre por hacer carreras y lanzarnos a toda velocidad contra las alpacas. En caso de haber poseido vehículos de dos ruedas tampoco es que hubiésemos podido hacer gran cosa, los caminos y calles del pueblo aún eran adoquín sobre adoquín, piedrusco sobre piedrusco. El nuestro era el barrio del norte, aquel en el que nuestros padres habían emigrado principalmente al País Vasco en los años 60. Así que todos teníamos unos orígenes similares: para unos vascos, para otros maketos. Justo delante de la casa en obras de mis abuelos había un pilón, practicamente derruido, del que hacía mucho ya no manaba ni una gota de agua. Aquel era una de nuestras ludotecas favoritas, un lugar en el que nunca cansarse de usar la imaginación y hacer el indio. El que nos unió con O. y R., hermanos; y con J., A. y J., primos todos ellos. Además de Pecas, claro. Todos querían jugar con el, todos querían acariciarle, todos querían enseñarle cosas y que les hiciera caso cuando le llamasen. Pronto nos dimos cuenta de que Pecas, quizás rebelándose contra un nombre que no le gustaba, desarrolló una marcada personalidad que básicamente le impelía a hacer lo que le daba la real gana. Y a nosotros eso nos gustaba todavía más.
Siempre nos acompañaba, allá dónde nos llevasen nuestras incansables piernas. Ya fuera dando un paseo por el camino del cementerio, ya quisiéramos emular a una cabra montesa explorando las colinas que rodean la comarca. Pecas siempre estaba allí, haciendo y deshaciendo a su antojo, claro. Del mismo modo que a un gato no le acaricias, sino que se acaricia contigo, Pecas no nos acompañaba, dejaba que nosotros le acompañáramos a él. Ahora, cuando echo la vista atrás, la estampa que más recuerdo de él es la cantidad de kilómetros que hacía cuando cogíamos el coche para ir a cualquier sitio. Empezaba a correr y no paraba hasta que el vehículo se perdía de vista. No parecía cansarse, solo se rendía cuando comprendía que no íbamos a dar marcha atrás, parar y volver a jugar con el. Entonces daba media vuelta, volvía a casa y esperaba a que mi abuelo le diese su ración.
Mi abuelo… Mi abuelo empeoró poco después. No recuerdo mucho de aquello. No me acuerdo de cuando le ingresaron, ni de quién estuvo a nuestro cuidado mientras nuestros padres iban y venían del hospital. Mi abuelo, que se dormía en 5 segundos apoyando la cabeza en un ladrillo, al que yo quitaba el puro de los labios temiendo que se le cayera a la camisa y se quemase. Mi abuelo postrado en una cama de hospital, con una mascarilla en el rostro preguntando a mi padre si sus hijos y nietos le querían. Falleció de una trombosis. Curioso cómo descubre uno el significado de ciertas palabras… que no se olvidan.
Con la muerte de mi abuelo la reconstrucción de la casa del pueblo se convirtió en la historia de nunca acabar. Mi abuela no quiso quedarse a vivir allí sola y Pecas y a quién dejárselo se convirtió en un problema. Lo recuerdo, ya con el taller derruido, con las dos patas delanteras sobre las piedras que habían sido su casa, aullando a la luna como si en verdad quisiera dar la razón a quel que dijo «es un lobo». Y se que no son imaginaciones mías, la mente de un chiquillo magnificando recuerdos, porque mi madre lo vio. Y no era una imagen amenazante o tensa, daba la impresión de que lloraba. Como cada vez había menos gente en la casa, se le veía enterrar la comida que le dábamos, reservándola para momentos de mayor soledad. Al final se decidió entregarlo a un pastor, siempre necesitados éstos de buenos perros para los rebaños, quién podría atenderlo a diario. Eso se decidió, aunque ninguno de nosotros tuvo ni voz ni voto. Cielo santo, ¿qué iban a saber los mayores acerca de lo más conveniente para Pecas? ¿Por qué razón no nos lo podíamos quedar? La lógica infantil era incapaz de cuadrar la ecuación «perro criado en libertad no puede vivir en un piso».
De vuelta en nuestros hogares nuestras vidas siguieron su curso. Por mi parte un regreso a mi lugar de nacimiento, un nuevo colegio, nuevos compañeros, vida nueva, dolencias viejas. La de Pecas se convirtió en un infierno. El verano siguiente insistimos a nuestros padres en que queríamos verle, a lo que siempre respondieron dándonos largas. Un día, un grupo reducido de amigos reunimos el valor de acercarnos al corral donde el pastor lo mantenía atado. Como si fuéramos un comando en avanzadilla nos arrastramos hasta la tapia, parando en seco cuando Pecas empezó a ladrar enloquecido, empujando la cadena con una fuerza que nosotros desconocíamos. Si hubiese conseguido soltarse no dudéis que se habría zampado a todos y cada uno de nosotros en menos de un pestañeo. El pastor, alcoholizado, lo había molido a palos hasta hacerle perder la razón. Se volvió tan intratable que sin dudarlo ni un segundo lo sacrificó cuando lo creyó conveniente. No le servía para llevar el rebaño por su agresividad. Lástima que no utilizara el mismo método para acabar con la suya.
Esa fue la última vez que lo vimos. Un grupo de niños asustados, sin saber como reaccionar, sin comprender qué es lo que había pasado para que Pecas fuera otro. No conservo ninguna foto. Al contrario de lo que sucede con éstas los recuerdos no han perdido su color aunque siempre se me aparecen con el tono de las kodacolor de la época, esas en las que nuestra sonrisa aparece remarcada por unos morros manchados de chocolate. Con mi abuelo dejé de soñar a los pocos años. De él solo me queda aquel dado con mi nombre inscrito y una pequeña peonza de madera que me entregó mi abuela, de la que no me he separado nunca, aunque algún miembro de mi familia mantiene que no la hizo él. Me da igual, no me joderán las imágenes de mi niñez, cuando llegar a casa con las piernas llenas de rasguños y la ropa embadurnada de huellas caninas pasaba en 5 minutos de ser una bronca a que tu madre te diera dos besos en las mejillas y te dejara comer todas las galletas que quisieras para cenar, y solo pensaras en irte a la cama y que la noche pasara lo más rapidamente posible para comenzar un nuevo día y volver a jugar con Pecas.