Pecas

No era el nombre más apropiado para un perro que no tenía ni una mancha, y mucho menos una mancha negra sobre pelaje blanco, pero era nuestro perro y a fin de cuentas había que ponerle uno. Nadie supo nunca asignarle un pedigrí concreto; no era pastor alemán, no era collie, no era cocker, no era perro pastor, no era mastín, ni dogo, ni doberman, ni bull dog, ni gran danés… Era un perro, que no sabíamos muy bien de donde venía. Jamás supimos de donde lo había sacado mi abuelo, y si en alguna ocasión nos lo dijeron, francamente, lo he olvidado. Se parecía a un pastor alemán, al menos en el color del pelo. Sin embargo no tenía la complexión de esa raza, nos parecía algo escuchimizado, un cruce sanguíneo entre primos segundos pobres. Una vez alguien nos dijo que lo sacaron del monte, y que tenía algo de lobo. Un cruce entre lobo y pastor alemán. Podéis haceros una idea de la impresión que causó semejante afirmación en la mente de unos chavales de 6 ó 7 años. ¡¡Nuestro perro era un perro-lobo!!

Mi primo J. y yo nos llevábamos tan solo 1 mes de diferencia, así que al llegar las vacaciones de verano nuestros padres nos enviaban al pueblo y nos dejaban al cuidado de nuestros abuelos. Aquellos veranos olían diferente a cualquiera de los que vivimos después. Olían a aventura, iniciación, golpes y porrazos, tierra mojada tras la tormenta de verano. Para pasarlo bien no necesitábamos otra cosa que la imaginación y un compañero, o compañeros, de juego. La vida era un misterio y no nos preocupaba nada más allá del momento presente. No conocíamos qué significaba el dinero, ni nos preocupaba salir más allá de las 11 ó las 12 de la noche. Allí todo el mundo conocía a todo el mundo, era un microcosmos diminuto que para nosotros contenía todo lo que conocíamos. Era un universo, el nuestro, con reglas que solo imponía la educación que recibíamos.

La primera vez que lo vimos, echamos a correr después de que Pecas saltara la ventana de la puerta del viejo taller de mi abuelo. El solo nos había dicho que tenía una sorpresa, qué fuesemos a echar un vistazo. Y ahí estaba, sobre dos patas, con las delanteras apoyadas en el ventanuco roto de la puerta que daba a un lugar que por semiprohibido no podía dejar de fascinarnos. Mi abuelo era albañil de profesión y hacetodo por vocación o necesidad, no vivió lo suficiente como para preguntárselo. O yo no crecí lo suficiente aquellos años. La estructura era de adobe, piedras y ladrillo apolillado, con grietas por todas partes por las que se colaba la luz a todas horas, incluida la noche, puesto que las estrellas nunca se esconden en ese cielo, siempre se han mostrado, ufanas y orgullosas, protagonizando sueños de descubrimientos espaciales, viajes imposibles y vocaciones nunca realizadas. Al trasluz, el polvo se convertía en una película que podías tocar con los dedos, que se transformaba ante tus ojos. La mesa de carpintero en la que trabajaba mi abuelo nos parecía el no va más de todo lo que veríamos en nuestra vida. Allí es donde fabricó los dados a los que puso nuestros nombres, y donde mi padre y mi tío lograron sacar del dedo de mi prima una pieza de mecánica que ella se había empeñado en usar como anillo.

Aquel fue su primer hogar, el único que podríamos llamar así. Mi abuelo ya estaba enfermo y nosotros, inconscientes de todo dolor que no proveniese de un rasponazo en el codo o las rodillas, no sabíamos que ya no estaría con nosotros en un verano. Entonces solo pensábamos en disfrutar de cada segundo que pasáramos con el mejor regalo que nos habían hecho en la vida. Lo primero era ponerle un nombre y éste lo sacamos de un libro de lecturas de nuestras clases de 1º de EGB, que protagonizaba una pandilla cuya mascota era un perro blanco de manchas negras llamado Pecas. Años después busqué como un desesperado el libro sin éxito alguno y me entraron unas ganas de llorar inmensas, aunque no lo hice. Fue como si mis ojos se empeñaran en convertirse en la presa de Asuán, conteniendo toda la fuerza de millones y millones de litros de agua. Todo eso se fue acumulando y aún hoy en día salen chorros a presión por las compuertas que por fin abrí.

Las ganas de llorar se acumularon entonces no solo por el recuerdo de mi abuelo fallecido y de Pecas. El libro era un símbolo de una época muy concreta de mi vida de la que ya no podía recuperar más que pruebas físicas, de un año de mi vida en el viví todo y nada, de cuya nostalgia uno no se recupera del todo. El año que viví en Burgos con mis tíos y mi primo debido a problemas de salud. Las alergias no me dejaban en paz así que el médico recomendó un traslado a lugares donde el sirimiri solo fuese una palabra rara. Fue el año en que daban vídeos de Rod Stewart por la tele, en el que conocí lo que era una pandilla en el colegio, en el que se me atravesó una pincha de pescado en el gaznate que solo mi tía se atrevió a sacar. El mismo en el que me meé en los pantalones por miedo a una profesora, en el que mi madre me visitó cada 15 días, haciendo malabarismos y multiplicándose para no desatender a ninguno de sus hijos. El año de Pecas. El año de mi abuelo. Y quería ver, tocar, oler algo que me confirmara que todo aquello existió, que no me había abandonado del todo. Quería dejar de hacer el esfuerzo de tener que recordar, más allá de los sueños en los que mi abuelo me rescataba de hombres malos en una lancha (!!). El año de Pecas.

No teníamos ni idea de cómo educar a un animal, qué se le daba de comer, cómo enseñarle a sentarse, a dar la patita y todas esas chorradas que se veían en la tele. Lo único que queríamos era estar fuera de casa todo el día, en su compañía. Fardábamos un montón entre nuestros amigos, aquel año fue pre-bicicleta así que todavía no nos había alcanzado la fiebre por hacer carreras y lanzarnos a toda velocidad contra las alpacas. En caso de haber poseido vehículos de dos ruedas tampoco es que hubiésemos podido hacer gran cosa, los caminos y calles del pueblo aún eran adoquín sobre adoquín, piedrusco sobre piedrusco. El nuestro era el barrio del norte, aquel en el que nuestros padres habían emigrado principalmente al País Vasco en los años 60. Así que todos teníamos unos orígenes similares: para unos vascos, para otros maketos. Justo delante de la casa en obras de mis abuelos había un pilón, practicamente derruido, del que hacía mucho ya no manaba ni una gota de agua. Aquel era una de nuestras ludotecas favoritas, un lugar en el que nunca cansarse de usar la imaginación y hacer el indio. El que nos unió con O. y R., hermanos; y con J., A. y J., primos todos ellos. Además de Pecas, claro. Todos querían jugar con el, todos querían acariciarle, todos querían enseñarle cosas y que les hiciera caso cuando le llamasen. Pronto nos dimos cuenta de que Pecas, quizás rebelándose contra un nombre que no le gustaba, desarrolló una marcada personalidad que básicamente le impelía a hacer lo que le daba la real gana. Y a nosotros eso nos gustaba todavía más.

Siempre nos acompañaba, allá dónde nos llevasen nuestras incansables piernas. Ya fuera dando un paseo por el camino del cementerio, ya quisiéramos emular a una cabra montesa explorando las colinas que rodean la comarca. Pecas siempre estaba allí, haciendo y deshaciendo a su antojo, claro. Del mismo modo que a un gato no le acaricias, sino que se acaricia contigo, Pecas no nos acompañaba, dejaba que nosotros le acompañáramos a él. Ahora, cuando echo la vista atrás, la estampa que más recuerdo de él es la cantidad de kilómetros que hacía cuando cogíamos el coche para ir a cualquier sitio. Empezaba a correr y no paraba hasta que el vehículo se perdía de vista. No parecía cansarse, solo se rendía cuando comprendía que no íbamos a dar marcha atrás, parar y volver a jugar con el. Entonces daba media vuelta, volvía a casa y esperaba a que mi abuelo le diese su ración.

Mi abuelo… Mi abuelo empeoró poco después. No recuerdo mucho de aquello. No me acuerdo de cuando le ingresaron, ni de quién estuvo a nuestro cuidado mientras nuestros padres iban y venían del hospital. Mi abuelo, que se dormía en 5 segundos apoyando la cabeza en un ladrillo, al que yo quitaba el puro de los labios temiendo que se le cayera a la camisa y se quemase. Mi abuelo postrado en una cama de hospital, con una mascarilla en el rostro preguntando a mi padre si sus hijos y nietos le querían. Falleció de una trombosis. Curioso cómo descubre uno el significado de ciertas palabras… que no se olvidan.

Con la muerte de mi abuelo la reconstrucción de la casa del pueblo se convirtió en la historia de nunca acabar. Mi abuela no quiso quedarse a vivir allí sola y Pecas y a quién dejárselo se convirtió en un problema. Lo recuerdo, ya con el taller derruido, con las dos patas delanteras sobre las piedras que habían sido su casa, aullando a la luna como si en verdad quisiera dar la razón a quel que dijo «es un lobo». Y se que no son imaginaciones mías, la mente de un chiquillo magnificando recuerdos, porque mi madre lo vio. Y no era una imagen amenazante o tensa, daba la impresión de que lloraba. Como cada vez había menos gente en la casa, se le veía enterrar la comida que le dábamos, reservándola para momentos de mayor soledad. Al final se decidió entregarlo a un pastor, siempre necesitados éstos de buenos perros para los rebaños, quién podría atenderlo a diario. Eso se decidió, aunque ninguno de nosotros tuvo ni voz ni voto. Cielo santo, ¿qué iban a saber los mayores acerca de lo más conveniente para Pecas? ¿Por qué razón no nos lo podíamos quedar? La lógica infantil era incapaz de cuadrar la ecuación «perro criado en libertad no puede vivir en un piso».

De vuelta en nuestros hogares nuestras vidas siguieron su curso. Por mi parte un regreso a mi lugar de nacimiento, un nuevo colegio, nuevos compañeros, vida nueva, dolencias viejas. La de Pecas se convirtió en un infierno. El verano siguiente insistimos a nuestros padres en que queríamos verle, a lo que siempre respondieron dándonos largas. Un día, un grupo reducido de amigos reunimos el valor de acercarnos al corral donde el pastor lo mantenía atado. Como si fuéramos un comando en avanzadilla nos arrastramos hasta la tapia, parando en seco cuando Pecas empezó a ladrar enloquecido, empujando la cadena con una fuerza que nosotros desconocíamos. Si hubiese conseguido soltarse no dudéis que se habría zampado a todos y cada uno de nosotros en menos de un pestañeo. El pastor, alcoholizado, lo había molido a palos hasta hacerle perder la razón. Se volvió tan intratable que sin dudarlo ni un segundo lo sacrificó cuando lo creyó conveniente. No le servía para llevar el rebaño por su agresividad. Lástima que no utilizara el mismo método para acabar con la suya.

Esa fue la última vez que lo vimos. Un grupo de niños asustados, sin saber como reaccionar, sin comprender qué es lo que había pasado para que Pecas fuera otro. No conservo ninguna foto. Al contrario de lo que sucede con éstas los recuerdos no han perdido su color aunque siempre se me aparecen con el tono de las kodacolor de la época, esas en las que nuestra sonrisa aparece remarcada por unos morros manchados de chocolate. Con mi abuelo dejé de soñar a los pocos años. De él solo me queda aquel dado con mi nombre inscrito y una pequeña peonza de madera que me entregó mi abuela, de la que no me he separado nunca, aunque algún miembro de mi familia mantiene que no la hizo él. Me da igual, no me joderán las imágenes de mi niñez, cuando llegar a casa con las piernas llenas de rasguños y la ropa embadurnada de huellas caninas pasaba en 5 minutos de ser una bronca a que tu madre te diera dos besos en las mejillas y te dejara comer todas las galletas que quisieras para cenar, y solo pensaras en irte a la cama y que la noche pasara lo más rapidamente posible para comenzar un nuevo día y volver a jugar con Pecas.

Hay días que…

Me levanto gruñendo por los tenues rayos de luz que se cuelan por una persiana mal bajada y peleándome con las sábanas, como todas las mañanas. Al abrir la puerta de la habitación Lola me saluda con sus reprobatorios maullidos.Ya ya, no puedes tener tanta hambre que te pusimos comida antes de acostarnos. Cielos, has dejado limpio hasta el suelo. Bueno mujer, no protestes tanto, a mi también me apetece mi leche con cereales. Ale ale, toma, te lleno el cuenco y encima de propina te doy unas chuches.

Tan solo 30 segundos después Lola ha deglutido todas sus golosinas. Esta gata se está volviendo una sibarita. Bueno, pasemos a lo interesante. MIS CEREALES. Vaya por Dios, con esta cantidad no tengo ni para empezar. Otra cosa que añadir a la lista de la compra. Lista que no aparece por ningún sitio. Otra vez será, bolígrafo. Yo me voy a la ducha. ¡¡Señor, qué pelos!! Espejo cruel… Ay vaya, suena el timbre. «¡¡La luuuuuz!!» ¿Me llama la luz? ¿Qué luz? ¿Acaso ha llegado mi hora y me viene a buscar? Yo pensé que era uno el que se dirigía a la luz en esos momentos.

Abro la puerta y aparece un simpático muchacho de Iberdrola. Pasa pasa, tú mismo, yo me iba a duchar ahora mismo. «¿Lo tenéis por aquí?», pregunta. Si si… respondo con nula convicción. Es mi casa, debería saber esas cosas. El joven descubre el cuadro de la luz, el lugar donde colgamos las llaves, descuelga cuadros… El contador no aparece. Piensa, es TU CASA, por el amor de Dios. Cierro los ojos 5 segundos. Perdona, le digo al chico, nosotros tenemos el contador fuera, en la escalera. «Ah, no me había fijado, perdona». No, si lo tuyo tiene un pase, lo mío es para enviarme a Siberia a trabajos forzados.

Ducha ducha ducha, YA MISMO. Leñe, otra cosa que se acaba, el champú. Apuntar, apuntar en la lista… La lista no está. ¿Habrá conocido a un listo y se ha fugado para vivir el romance de su vida? Listillos. Da igual, tu mente privilegiada, cuya capacidad memorística es la mejor baza… ¿Qué tenía que…? No se. Mejor nos vamos al tren. A ver, llaves en su sitio. Cabeza, también. Jo, ayer no bajamos la basura. Hay dos bolsas, pues a cargar con ellas, no quiero que el piso huela a cadáver en descomposición. Y hablando de cadáver, ¿acaso hay uno descuartizado en estas bolsas? ¿Y Lola, dónde está? Se habrá escondido, no le gustan los extraños. Me voy pequeña, hasta luego.

Basura, al contenedor; Flanagan, a la estación. Por aquí no, gañán. Te equivocas de camino. ¿Para qué te ha servido la ducha, para tener un momento Timotei? Mira, ya llego. Otro simpático joven que reparte un periódico. Gracias majete, hay que estar bien informado. Ahora, sacar billete. No acepta monedas de 1 céntimo. ¿A quién se las encasqueto yo ahora? Tampoco acepta de 5. El periódico se me cae. No acepta ninguna moneda. Se me vuelve a caer el periódico. La gente ya hace cola y me mira mal. ¿Qué quieres de mí máquina infernal? Aaaah, por fin. Y ahora, ¿qué pasa? ¿Estás utilizando a niños filipinos para fabricar el billete, maldito engendro mecánico? ¡¡Escúpelo ya!! Bueno, tampoco hace falta que lo tires al suelo… Maleducada.

A sentarse tocan. Cuantos periódicos hay por aquí. Igual me da tiempo a leerlos todos. Si la mitad son deportes, como se nota que es lunes. Bufff, el Barcelona le metió 6 al Aleti, y eso que están medio acabados. A ver que dan por la tele. Mmmm, mierda…. mierda…. y más mierda. Bien. ¿Tele5 emite «Motivos personales»? ¿Qué fue del CSI? No no, esto está mal, toda la programación está mal. Pero el (des)orden de los factores no altera el producto: mierda. Uy, mi parada. Ale, descendamos del caballo de hierro, Toro Sentado. Un momento, esto no me suena. ¡¡Que me he equivocado!! Vuelve al vagón, cenutrio, correeeeee. Será posible, ya la hora que es y no he espabilado.

Ya llegamos, la capital, eterna lluviosa capital. Céntrate, comprar regalo. Si, a eso hemos venido. Dirección, grandes almacenes de la pérfida albión. Subir escaleras mecánicas, sección música. Bieeeen, esto lo has podido realizar a la primera. Luego me doy un premio a mi mismo. Anda mira, ahí está el regalo. Esto es llegar y besar el santo. Lo cojo, lo miro y curioseo. Un mozalbete se me acerca. «Ese es muy bueno» y me lanza una retahíla de parabienes acerca del producto. Pero este no es tan simpático, no calla el jodío. Lleva maletín y chaqueta, si parece un crío. ¿Será un testigo de Jehová? Esto si que es ampliar los límites de captación. Agresiva campaña, señor. Bueno, niño con maletín y chaqueta. Ah, que no eres Jehovino… o como se diga. Bueno ¿y qué quieres de mi? El tío no cierra la boca, que si subtítulos por aquí, formatos por allá. Yo no aparto la vista de los estantes, a ver si se ofende y se da por aludido. Señor qué chapa. Encima va de erudito. Se ha callado, aprovecha el momento. Bueno gracias, me tengo que ir. Información muy provechosa la suya jeje (corro hacia la caja).

Me escabullo a otra planta, por si las moscas. Oooooh, libros, eterno manantial de sabiduría. Placebo para las noches en vela. Paraiso del millón de encuadernaciones. Nunca un momento desaprovechado en una librería. Mira, libros de aventuras. «Los conquistadores del horizonte», qué buena pinta. «El desastre del Essex, hundido por una ballena», glorioso título. Pero hoy no es vuestro momento, ya os llegará, espero. Ahora, al metro, hacia esa otra casa, aquella en la que ya no te reconocen ni en foto.

Bueno, no puedo sentarme pero al menos no está hasta la bandera, se puede respirar. Dos estaciones más tarde se monta un tipo… extraño. No deja de ir de atrás hacia delante y viceversa. Parece nervioso. «Mumble mumble», dice. Pero no logro distinguir bien sus palabras. Se para, gesticula, parece hablar con un interlocutor imaginario. Mueve las manos como recriminándole algo. Comienza su paseo de nuevo, pasando a mi lado: «Borinda fruelaga jorosca mumble tersido… no somos nada… no somos nada… gufre laderante que insepuebla toquinos… no somos nada… nada de nada…» La gente le mira, algunos bastante molestos. Creo que es mejor no meterse con el, pesa más de 100 kilos. Lleva unas deportivas blancas, pantalones anchos agujereados, una camisa a cuadros de leñador, una chaqueta de pana y una bandolera. Entra uno de los vigilantes del suburbano, Le mira de arriba a abajo y se ríe. El hombre se baja una estación antes que mi destino.

No puedo evitar pensar en aquel muchacho con el que estudié y con el que me encuentro a veces en la salida del metro. Se me queda mirando con los ojos desorbitados y balanceándose de un lado a otro, como si tuviera sobredosis de azúcar: «HOOOLAAAA». Hola, le respondo. «¿QUÉ TAL, COMO TE VA TODO?» Y yo solo puedo pensar «quiero llegar a mi caaaasaaaa». Hay días que… Hay días en los que piensas que hubiese sido mejor no haberte levantado de la cama. Pero entonces la vida se reduciría a dolores de espalda y tortícolis por abuso de colchón. Hay días en los que parecemos secundarios en una comedia de los Monty Python. Pero sin ellos el combustible para seguir caminando sería monótono, aburrido y, probablemente, más caro.

Lo que esconde un nombre

Uno de los primeros amigos que hicimos al abrir el blog fue yeyo (por favor, si aún no habéis visitado su espacio hacedlo, lo merece). Fue una de las personas que más entusiasmo demostró por nuestros primeros posts, haciendo comentarios casi todos los días. Yo le correspondía a pesar de que para su sorpresa, me costara bastante expresarme debido a la calidad de sus fotografías, que muchas veces lo decían todo. Visitaba tanto su página que un día desperté su curiosidad y me preguntó si mi sobrenombre de Flanagan venía de la película «Cocktail». Entonces, aparte de querer distanciarme lo más posible de semejante engendro fílmico, expliqué por primera vez y a alguien a quien no había visto en mi vida el origen de mi apodo.

Meses después le conté al hombre que me bautizó así, la historia de yeyo y su interés por la génesis de Flanagan. Ese hombre no es otro que Roberto, mi colega de blog, y al acabarla me dijo muy serio: «Deberías escribirla». Han tenido que pasar otros no-se-cuantos meses para que el desorden en el que vive mi cabeza haya aparcado en una esquina por un momento y yo sea capaz de plasmar 4 ideas. Echando la vista atrás para recopilar mentalmente los datos de aquel día me he dado cuenta de lo que puede contener una sola palabra, dicha sin pensar, y hasta qué punto nos pueden acompañar durante nuestra vida determinadas cosas.

Corría 1998, cursábamos 3º de carrera (creo), yo tenía 24 años y Roberto era un imberbe que aún no había cumplido los 21. Entonces yo era seguidor de unos tales Screaming Trees, liderados por Mark Lanegan, a los que dediqué sendos posts (aún lo soy). Conocedor de que Lanegan iba a actuar en San Sebastián le propuse a Roberto que acudiera conmigo al concierto. Él no conocía nada de su música, así que se mostró reticente aunque me ofreciera quedarme en su casa aquella noche. Lo que el muy perro me ocultó hasta la misma fecha del bolo es que sí iba a acompañarme.

Llegado el 23 de octubre, me presenté en la capital donostiarra pensando que contemplaría las evoluciones de Lanegan en compañía de otros freakies musicales como yo, con Roberto esperándome a la salida. Mientras paseábamos por las calles del casco viejo buscando tienduchas de viejos vinilos me confesó que le había entrado «curiosidad» por ver al tal «Flanagan», de lo que le estaré agradecido el resto de mi vida. Nos pasamos casi toda la tarde haciendo tiempo hasta que llegara el momento de ponernos en marcha, horas durante las cuales mi colega no dejaba de repetir: «Así que vamos a ver al tal Flanagan… Bien bien bien». El lugar del concierto era un pequeño local que funcionaba como casa de cultura del barrio de Egia. Acudimos relativamente pronto, aunque ya había fans apostados en la puerta.

Al poco rato una minúscula y cochambrosa furgoneta aparcó justo en frente de nosotros, a apenas 1 metro, y de ella comenzaron a desfilar cuerpos entumecidos y exclamaciones en inglés. Alguno de los que ya hacían cola eran auténticos fans, de esos que se saben quién tocó la tuba en la cara B de un single editado solo en Mozambique, y un chavalín que estaba a nuestra derecha empezó a gritar «¡¡Ben Shepherd, es Ben Shepherd!!». El bajista de una de las formaciones más famosas de los 90, Soundgarden, formaba parte de la banda de acompañamiento. Shepherd saludó calurosamente al muchacho mientras Lanegan se escurría escondido bajo un semblante taciturno.

No transcurrió mucho rato hasta que abrieron las puertas. El local era bastante pequeño y el escenario tenía toda la pinta de ser un «hemos hecho todo lo que hemos podido». Yo era consciente de que Lanegan no era un superventas, pero tratándose de un músico de culto y teniendo en cuenta las 600 pesetas que costaba la entrada, esperaba otra cosa. Calculo que entramos unos 500 espectadores, quizás menos, envueltos en una nube con olor a hierba y otras sustancias de esas que se queman. La verdad es que yo no había acudido a muchos conciertos, pero alguna experiencia tenía. Sin embargo para Roberto aquel ambiente era nuevo y lo miraba todo pasándoselo en grande analizándolo.

No recuerdo a qué hora empezó el concierto, pero la espera la amenizó Mike Johnson, que hizo de telonero durante poco más de media hora. Tocó el solo, acompañado de su guitarra, temas de algún disco propio, nada de su etapa en Dinosaur Jr., creo recordar. El hecho de que coincidieran sobe las tablas músicos de alguna de las mejores formaciones de Seattle hizo que se acrecentara entre los asistentes la sensación de que aquello podía ser bastante especial. Y sin duda lo fue. Lanegan presentaba por aquel entonces «Scraps at midnight», uno de sus mejores trabajos, y sus temas se intercalaron con canciones de su grupo.

El cantante se mostró muy distante, ensimismado en su labor, agarrado al micro sin mover practicamente un músculo de su cuerpo, solo la boca. Alguno de los espectadores le recriminó irónicamente su actitud, pero Lanegan es Lanegan y no hizo atisbo de cambiar en todo el concierto. Mientras, la sección rítmica funcionaba a pleno rendimiento y Ben Shepherd ofrecía todo un recital de poses y muecas. Algunas de las canciones adquirieron en su encarnación en vivo matices inusitados, como la fantasmagórica «Because of this». Todo transcurría sobre ruedas. Daba igual que el carisma de Lanegan se ciñera a su espectacular interpretación vocal (qué voz, madre mía, qué voz), la ejecución y compenetración de los músicos era excelente.

Una pareja que estaba detrás de nosotros disfrutaba de los primeros temas, pero no en armonía. Él tenía un ciego considerable y ella no estaba por la labor de que le fastidiasen el espectáculo. Al cabo de un rato oímos un golpe, nos giramos, y vimos como el tipo había caido redondo al suelo. Su novia lo miraba con desdén, con aspecto de «no me vas a joder el concierto, bobo», levantó la vista y siguió las evoluciones de los músicos. Un amigo del desmayado le ayudó a levantarse y lo sacó fuera mientras balbuceaba «cariño….».

Pero lo bueno sucedía arriba, en el escenario. La intensidad aumentaba con el paso de las canciones y en pleno éxtasis instrumental Ben Shepherd se tragó la púa de su bajo. Aún recuerdo los ojos como platos de Roberto, exclamando «¡¡Ese tío se ha comido la púa!!». La banda estaba en pleno auge, sonaba «Sworn and boken», uno de los mejores temas de Screaming trees y el bolo se cerró con una canción de «Scraps at midnight» tras hora y media. Gloriosos 90 minutos. Sin bises, en cuanto Lanegan bajó del escenario supimos que hasta aquí habíamos llegado.

Para mí fue uno de los conciertos de mi vida, algo que raramente podré volver a ver. Roberto encontró más que interesantes casi todas las canciones, tarareando una de ellas durante meses aunque solo se supiera la frase «down like the rain». Bajamos al centro de San Sebastián desde donde llamé a un amigo para ver si quería tomar algo con nosotros. Accedió y estuvimos un buen rato parloteando. Yo me empeñé en beber unas cervezas de trigo, de medio litro la botella, mientras Roberto, poco acostumbrado al alcohol, mutaba en una versión verborreica de sí mismo, lanzando sin parar opiniones acerca de temas que no tenían nada que ver entre sí.

Mi amigo nos llevó a la casa de Roberto, que cayó como un ceporro en 0,5 segundos cuando yo pasé una noche de idas y venidas al baño, evacuando los dichosos litros de cerveza, imaginando las legendarias historias que me había contado Roberto sobre su padre, que levantaba excavadoras con el dedo meñique, y lo poco que le gustaba que le interrumpieran el sueño. A la mañana siguiente comprobé por su apretón de manos que aquello de las excavadoras debía ser cierto. A partir de aquel día lo de Flanagan me acompañó, convirtiéndose en una especie de clave entre nosotros, porque lo cierto es que nadie me ha llamado así excepto él. Y oculto se ha mantenido entre nosotros hasta que consideré que había llegado el momento, al crear este blog, de hacer partícipes a los que lo comparten con nosotros de mi «identidad secreta». Para mí Flanagan no es un nick, no es una solitaria palabra, no es un recuerdo; es un amigo y es parte de lo mejor de mi vida.

Para Roberto, feliz cumpleaños Mortimer.

La piedra y el azar

Me aficioné a la lectura de obras de Paul Auster hace aproximadamente una década. Cursando la carrera, realicé un trabajo acerca de «Smoke», la maravillosa película realizada al alimón por el escritor neoyorquino y el director Wayne Wang. Una de las cosas que utilicé como documentación fue el libro que incluía los guiones de dicho film y «Blue in the face». Desde entonces no he parado, ni de leer ni de asombrarme por la extraña relación que este hombre tiene con el azar, que asoma en todas sus obras. Cualquier seguidor de Auster conoce que casi la totalidad de su producción gira en torno al poder de las casualidades, funcionando como motor de nuestras vidas. Como si el destino se fuera escribiendo a base de golpes repentinos de azar.

Lo curioso del caso es que profundizando en sus libros biográficos te das cuenta de lo que de real tiene su mundo ficticio. Que sus personajes y los giros vitales que protagonizan ya los ha experimentado Auster en su propia vida. Parece ser que a este hombre le persigue el azar en forma de anécdotas. Supongo que todos nosotros, si nos paramos un momento a pensar, encontraremos hechos en nuestro pasado dictados por la fortuna, quizás la desdicha, que nos asombraron en su día por lo inesperado de su aparición y la serie de eventos que coincidieron para que tuvieran lugar.

Ciertamente a mi me han pasado cosas curiosas, al mismo tiempo que he sabido de otras. Desde cosas sencillas como pensar el mismo regalo para una persona que el que ésta me iba a hacer a mí a golpes de efecto como lo que le sucedió a Anthony Hopkins. El actor británico iba a interpretar un papel, no recuerdo si en una película o en una obra teatral, basado en un libro, obra que no había leido. Así que se puso a buscar, acudiendo a librerías y bibliotecas. Recorrió casi toda la ciudad y en todas partes la respuesta era la misma: no les quedaba ningún ejemplar. Empezó a pensar que no se podía tener tanta mala suerte, así que continuó su labor de búsqueda todo el día. Nada, el libro parecía haberse esfumado de la faz de la tierra. Abatido, cogió el transporte público para volver a casa, se sentó y se puso a mirar por la ventanilla, pensativo. Hasta que reparó en un bulto que se encontraba en el asiento de al lado. Era un ejemplar del libro fatasma. Sorprendido, miro a su alrededor, buscando al dueño pero nadie respondió. Había encontrado lo que buscaba de la forma más inesperada.

Pero las anécdotas que rizan el rizo son aquellas que parecen querer decirte algo, que funcionan en forma de advertencia o de toque de atención, recordándote lo valioso de una situación o, más importante aún, de una persona. Extraño que haya mareado la perdiz hasta aquí solo para contaros lo que viene a continuación, pero creí que una introducción era necesaria.

En una de nuestras primeras citas mi novia lució una modesta pulsera adornada con piedrecitas blancas. Durante la noche una de ellas se desprendió e impedí que ella la tirara. Me la quedé yo a modo de recuerdo de algo que por aquel entonces no sabíamos cómo iba a desarrollarse. Me la llevé a casa y ahí se quedó durante meses, colocada en la boca de un pequeño muñeco de Triki (no se por qué, pero el monstruo de las galletas parece tener una importancia inusitada en nuestra relación) como si fuera una de sus adoradas galletas. No pasaba un día sin que la mirase. A veces hasta le hablaba al inanimado Triki diciéndole «cuídala». Je, si hubiera podido se la habría tragado.

Poco tiempo después de aquello, la que ya era mi pareja me hizo un pequeño regalo, un llavero contenido en una pequeña caja de madera. Al llavero le di el uso que se le supone y la cajita quedó en un rincón de mi habitación, vacía. El tiempo pasó, y cuando la costumbre sustituyó a esos momentos sentimentales, a veces ñoños pero siempre vitales, me olvidé de la piedra blanca y simplemente di por hecho que no se movería de su lugar. Hasta que un día reparé que faltaba. Supuse que se habría caido, quizás limpiando el polvo o en un golpe de viento y me puse a buscarla de forma un poco obsesiva. El nerviosismo se apoderó de mi, era una de esas cosas materiales cuya importancia como recuerdo se sobredimensiona y uno se olvida de que el bienestar de la persona que te lo proporcionó es lo que realmente importa.

Pregunté a mis padres, si alguno había movido las cosas o había pasado la aspiradora por la habitación, con respuesta negativa. Después de un buen rato la di por perdida. No la encontraba por ninguna parte. La noche de aquel día hablé con mi novia por teléfono. Absurdamente mi actitud en aquella conversación fue estúpida y acabamos teniendo una discusión tonta. La pérdida de la piedra no tuvo nada que ver, en ocasiones me cuesta expresarme por el impersonal móvil. En cuanto colgué me invadió una sensación de desasosiego inmensa. Me levanté y fui directamente a la habitación, me paré unos segundos y reparé en la semiolvidada cajita de madera. La cogí, y al abrirla me encontré con la piedra blanca descojonándose de la risa por lo imbecil que había sido.

Nunca se me ocurrió mirar en la cajita porque jamás la había utilizado, al menos que yo recordase y nunca se me había pasado por la cabeza cambiar de sitio la piedra. Pero ahí estaba, recordándome el precioso tiempo que perdemos en ser egoístas y en tontas guerras personales que no llevan a ninguna parte. Lo que importa es la otra persona, sin la cual no hay nada. No creo en pequeñas jugarretas mágicas del destino, ni que un duende de los ácaros se pasó de listillo conmigo. Alguien, probablemente yo, la cambiaría de sitio y después sería víctima de un lapsus mental. A mi me gusta pensar que fue ella, que al día siguiente tuvo una sorpresa agradable y redentora, la autora del traslado. Todo encajaría en una especie de bucle cósmico… Pero me aseguró una y mil veces que ni la había tocado.